Postales de México II

23 de enero de 2008.
San Cristobal de las Casas, Estado de Chiapas, México.

Quizás alguien que tuviera la suerte de pasar por Antigua Guatemala pero la mala de carecer de la sensibilidad para escuchar lo que las ciudades dicen por lo bajo, diría que San Cristobal de las casas es igual. Yo digo que sólo se parece quizás en las fachadas antiguas de sus casitas tan bien conservadas sin la violencia de ninguna construcción fuera de estilo. Las Iglesias se erigen hermosas y sencillas. Quizás eso las hace más hermosas. Quién coincide conmigo en que la mayoría de las maravillas de las que uno puede ser testigo tienen esa indispensable característica... sencillez.
Se me hace necesario descargar sobre el papel la emoción que me produjo el pueblo. La gente oscura, la gente sencilla. Personas. Personas que con una sonrisa pueden desatar la conmoción más profunda, el contacto con la más simple humanidad. En ninguna de las magníficas iglesias que conocimos pude dejar de preguntarme a quién podría importarle el estilo barroco, las cúpulas, el neoclacisismo y allegados cuando la verdadera belleza está arrodillada con las manos juntas y los ojos cerrados frente al altar.
La fe del pueblo no se paga. No se debate en grandes concilios. La fe del pueblo no se compra, es humilde como humilde es su oración. La fe del pueblo tiene manos ásperas y piel curtida bajo el sol. La fe del pueblo es la lluvia que cayó y evitó que se perdiera la cosecha. La fe del pueblo no sabe de altas disquisiciones teológicas pero sí de saberse escuchada en el dolor, de sentirse sostenida aún abrazando la pobreza. La fe del pueblo sabe de los santas y cada uno su oración. La fe del pueblo es consciente de la condena al olvido pero también de que hay al menos Uno que nunca olvida.
La fe del pueblo no se fragiliza ante las exigencias para llegar al cielo, quizás ni las conoce y mejor así. La fe del pueblo es una fe pura que celebra cuando hay fiesta y hace el duelo y llora cuando la muerte trae el dolor. La fe del pueblo le hace un culto a la vida... y yo se la agradezco a Dios.

Meses en blanco

Cada tantos meses hay hojas pentagramadas que sólo ostentan las líneas. Líneas que, de poder abrazarse a la anarquía de no ser paralelas, no lo dudarían ni un minuto. En estos meses, también las hojas en blanco, libres de recibir, se presentan sospechosamente vacías. Y quien escribe letras y músicas puede correr el riesgo de sentirse íntimamente miserable si aquello que le da identidad de escritor, poeta, músico, compositor se negase a, siquiera, mirarlo a los ojos. Entonces se palpa la esterilidad, que no es otra cosa que la imposibilidad de dar vida en aquello en lo que antes la vida manaba sin certezas, pero sin miedo.
Estos tiempos tienen una verdad en el centro de su ser, tienen en sus manos una nueva realidad por momentos quebradiza frente a las certezas arrastradas durante tantos años, pero fuertes como para pararse frente a ellas y decir con autoridad que no se puede detener el agua que corriendo se abre paso al mar. Estos tiempos se tornan, a fuerza de cuestionar lo conocido, formas nuevas de relación y de ver la realidad establecida en uno mismo, con mayor gratitud y humildad. Y saber que nunca está dicha la última palabra, que no quedaremos a la intemperie, que jamás sonará la última nota.

Un pedazo de pan


             Es que en casa no compraban pan. El pan era un bien reservado para ocasiones especiales y yo me acostumbré a no comerlo salvo en ellas y creo que la razón de todo esto era porque el pan engordaba según mi mamá. Recuerdo que al regreso del jardín, ya fuera en el auto con Alberto o en el ciento dos con Loli, yo experimentaba una de las alegrías más memorables de mis escasos cuatro años de lo cual hice el primer ritual de mi vida. Vivíamos por entonces en Montevideo al mil setecientos, en el legendario cuarto piso y Héctor, el encargado del edificio, junto a su mujer llamada Mari en la planta baja en un departamento al cual nunca entré pero del cual recuerdo con exactitud su olor, un olor a calor de hogar. Mi extenuante horario de jardín era de nueve a doce treinta y aunque nos daban galletitas con jugo en uno de los dos recreos que teníamos,  yo llegaba a almorzar a mi casa con mucha
 hambre. Yo era en esa época un personajito un poco caricaturesco, con una cabeza llena de rulos, bucles que se entrelazaban en todas direcciones, una sonrisa muy pícara y soñadora y un delantal a cuadraditos verde y blanco acompañado de unos zapatos marrones, y si mal no recuerdo, ortopédicos. Lo cierto era que al volver del jardín y después de saludar a Héctor en la puerta, porque a esa hora el estaba casi siempre parado en la puerta o hablando con Minguito, el encargado del edificio de al lado, yo me encaminaba sin dudar hacia la puerta de Mari. Me animaría a decir que el orden de los eventos casi nunca sucedía de otra manera que la siguiente: tocaba la puerta, Mari abría y mirando hacia abajo y sonriéndome me saludaba, mis palabras siguientes eran: Hola Mari, ¿me das un pedazo de pan? Y ella decía pero claro, Morenita, y sacaba un pedazo de pan de una bolsa de supermercado casi siempre blanca Así era cada vez que podía o encontraba a Mari en su casa, a veces me ganaba la ansiedad y en la puerta de calle le preguntaba a Héctor si ella estaba.
Héctor murió de cáncer unos años después, recuerdo ese momento con mucha tristeza. Era un gran tipo según me contaron y se había vuelto familia como todas las personas que trabajan con mis padres durante tanto tiempo y se van haciendo un lugar en el afecto y la memoria. Lo veo desdibujado en mis recuerdos, pero sí tengo presente su contextura grande y una sonrisa fresca y sincera.
Ahora soy yo quien mira y abraza a  Mari de arriba hacia abajo. Después de veinte años, yo crecí y ella mantuvo su estatura de siempre que por lo que veo era baja, pero mi  poco más de medio metro no me permitía percibirlo en su momento. Unos años antes de que Héctor muriera, papá les ofreció encargarse de la quinta en Pacheco y ser los caseros. Así fue que dejaron la conserjería de Montevideo milsietecinconueve de la capital federal y se instalaron en Romero trescincuenta en la provincia de Buenos Aires. Desde entonces Mari es ese recuerdo y es presente. Cada vez que la veo me pregunta por qué voy tan poco, que la tengo abandonada y yo le digo que porque estoy trabajando mucho y a veces me cuesta desconectarme. Hoy me lo volvió a decir. 

Una obra monumental

           Nunca había regresado al taller de pintura de Mamina, ese pequeño cuarto del departamento de Peña y Pueyrredón que sería después el cuarto de la tía Lucha, hasta hoy cuando, caminando por el barrio de los artistas en Puebla, el olor a óleo de los pequeños estudios invadió por completo mi olfato. Volví a tener seis años y el espíritu más inquieto que nunca. Me gustaba entrar al cuarto para encontrarme con el atril y algún bastidor empezado y esa paleta sucia llena de colores que para mí ya era una obra de arte. Detenía mi mirada ante los cuadros colgados en las paredes, en todas las paredes, cubriéndolas por completo, de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda y en sentido contrario también. Había muchos del sagrado corazón de Jesús que tanto me gustaban aunque todavía no conocía tanto ese corazón. Me recuerdo fantasear con pintar alguna vez, con el delantal sucio y las manos comprometidas con el color. Cada vez que volvía al tallercito era un descubrimiento colono. Me sentaba sobre ese cubrecama verde gastado y recorría todos los rincones con mis ojos insuficientes. Fue en otoño, muchos años después, cuando decidí empezar a pintar. Compré unos bastidores, fui a lo de Mamina, que ya vivía en la calle Montevideo al mil setecientos, y le dije: Mamina, quiero pintar. Y ella, que se puso muy contenta, abrió los brazos y haciendo su característico movimiento hacia atrás con la cabeza me dijo: ¡bueno, pintá!, como si yo fuera todavía la nena de seis años. Así fue que me puse un delantal -una camisa negra muy grande de Aerosmith que mi hermana se había comprado en su adolescencia y presa del fanatismo y había quedado relegada en mi placard -no sé por qué todo lo confinado al olvido iba a parar a mi placard- y me paré frente al bastidor a escuchar atentamente a Mamina que con mucha dulzura y alegría me contaba cómo tenía organizada su valija de óleos -otra obra de arte- adónde enjuagar los pinceles, con cuál trapito secarlos, etc. Hasta ahí todo era perfecto, llegué a pensar que -quizás y sólo quizás- ese era el comienzo de una gran carrera pictórica, pero todo dejó de serlo cuando me asomé a la realidad de que yo no sabía dibujar: Mamina, yo no sé dibujar. Escribir sin saber leer, componer sin poder reconocer un acorde perfecto mayor, multiplicar sin saber sumar y entre otras cosas pintar sin poder dibujar: parecía imposible. Pero ella, que siempre me hizo sentir libre quizás porque el amor verdadero nos empapa de libertad y nos abre camino y nunca propone el obstáculo, me dijo: manchá la tela con color y ya irás viendo qué pasa. No se dijo más nada, esperé a que los lagrimales redujeran la cantidad de bastidores frente a mí a uno y me entregué.
          Me pasé toda la mañana pintando. Usé marrón, rojo, amarillo y no creo que hubiera podido siquiera regalar el producto final por no poner a nadie en el compromiso de aceptarlo. Lo nombré El sagrado corazón de Jesús en la post-modernidad. Sagrado corazón porque lo había aprendido y lo aprendido siempre es más fuerte que lo establecido y, además, sí se parecía a un corazón. La parte de la "post-modernidad" fue la única manera en la que pensé que mi obra podía ser eventualmente legitimada por el universo esnobista de mamarrachos -aunque ya había perdido toda esperanza en que ese fuera el comienzo de una carrera promisoria- y atribuida a mis veintitrés años y no a mis añorados seis. Mamina estaba absolutamente orgullosa de la obra monumental que acababa de pintar y no entendía como no estaba ya colgada en el Museo Nacional de Bellas Artes. Yo, en cambio, sabía que el cuadro más preciado de la historia tenía como título "Sonrisa eterna en una mañana soleada de otoño" y ella era la única dueña de su propiedad intelectual.

Y no dejes de entregarte porque lo hacés muy bien


         Mientras todo iba y venía y Wen se limpiaba todavía el traje en el que le había derramado la copa de vino y yo no había encontrado la manera más efectiva de pedirle perdón para sacudirme la pena, pero con Wen nos entendemos, y la música ya estaba poniéndose a tono con unos bocaditos que circulaban entre humo de cigarrillo y los gritos de las chicas que cuando no hay música de fondo también gritan, me senté con Ro para descansar un poco a sus orillas que suelen ser un oasis de profundidad ilimitada. Y al verme un poco cabizbaja y saber a ciencia cierta que no podía ser la camisa de Wen ahora pintada de rosa en un batique muy poco usual en él para una ocasión como un casamiento, me preguntó qué tenía. Y la invité a dar unas vueltas, recorridos de los que ella conoce, le mostré los árboles de siempre, autopistas en construcción, un barrio en desalojo, la gente bien de callao para acá , cartoneros cansados, ventanas y conventillos y fuimos a dar con el baldío de mi decepción. Baldío seco y estéril. Y ella, que estaba particularmente sensible anoche porque vi humedecerse sus ojos más de una vez y la hubiera abrazado todas esas veces pero nunca abusamos de los abrazos pero cuando sí nos abrazamos entonces nos decimos todo, que nos queremos, que qué bueno que nos entendemos y que esta amistad cada día crece más y se nota en los recorridos que hacemos, ella me dijo un par de cosas que anoté en papelitos como cuando uno hace con las cosas que no se tiene que olvidar, que al ser tantas deben que quedar pegoteadas, enchinchadas o imanadas en escritorios, libros, heladeras, estantes, corchos… Empecé por decirle que envidio a las personas que prescinden de mayúsculas y justificación de párrafos, que no se cuestionan tanto los vaivenes, que cuando sienten calor se empapan de su propia frescura, que hablan con desprendimiento de lo que sienten, que no necesitan legitimación de sus pensa y sentimientos, que son porque quieren y no porque deben y que dejan de ser cuando sienten que ha sido suficiente porque tampoco se puede ser toda la vida, uno se cansa y… todas esas cosas que me abrumaban y me desplumó con pruebas fehacientes de que todo eso es mentira. Porque todo el mundo tiene sus mambos y malambos y algunas personas quizás se cuestionan cosas que para vos son flores en la ventana o una planta que hoy te olvidaste de regar, pero mañana lo hacés y no morirá. Y además... nadie es tan desprendido con lo que siente, eso sí es mentira, todos tenemos nuestros rollos y tratamos de hacer lo que podemos, así que no dejes de entregarte porque lo hacés muy bien... 
           
Será que por hacer lo que puedo siempre busco eso que me está faltando y ya no tiene ni cara ni forma ni color y nada porque no sé qué carajo es pero es un deseo filosófico, filológico y semiótico sin coherencia ni cohesión pero insatisfecho que tiene que ver con no pensar tanto cuánto querer ni cómo ni con qué palabras ni con qué gestos ni... nada. Entonces de repente ya no quiero escribir porque siento que estoy amurallada por los cuatro frentes y no puedo liquidificarme para pasar por las grietas porque es una gran esfuerzo y no tengo tanta fuerza al menos hoy 23 de febrero, a los meses del año también los envidio porque se escriben con minúscula y viven bien. Estoy amurallada y quiero decir que no tengo esa libertad que añoro y nadie más que yo puede conocer por ser mía y otra vez estoy en el baldío de mi decepción.
Un par de horas y vasos vacíos después, tomando aire cálido afuera mientras la corriente nicotinada salía de adentro, con la mirada casi exhausta me preguntó ¿Qué vamos a hacer con la vida?... vivirla, escribirla y dejar el registro, le dije.

Torres de Chenoa

Mientras Virginia amasa el pan, me siento en la mesada de la cocina a cebar mate. Me quedé dormida esta mañana, no pude amanecer a las ocho como quería pero dormir unas horas más me hizo bien. Se ve que estoy cansada todavía. No es verdad que el año nuevo trae borrón y cuenta nueva, creo que es un invento que nos salva de la angustia de la continuidad. Virginia amasa el pan con sus dos manos, de a ratos le pregunto qué  le va agregando a la masa mientras le paso un mate. Le cuento cómo hacen el pan en nuestra provincia chaqueña, calientan el horno de barro con el fuego y cuando el horno tiene la temperatura justa sacan todas las brasas y la leña y meten el pan para que se cocine con el calor del horno, es maravilloso.  Ella me cuenta que en el campo de su abuelo, habían hecho con su primo o su hermano, ahora no me acuerdo, un horno de barro de donde sacaron unas pizzas impresionantes. Cuando su abuelo murió dejaron de ir y perdieron esa costumbre.
Pienso en Marga, cómo estará su corazón. Marga perdió a su mamá hace poco. No había visto a nadie querer tanto a una madre, hablar tantas maravillas de ella, una mujer que tenía tantos hijos y nietos que la quisieran y la cuidaran y la mimaran. Me dijo que quizás se iría a Paraguay para estar triste, al menos, rodeada de todos sus hermanos. Pero no sé si se habrá ido. Quizás después la llame para saber cómo está. Hablamos mucho este último tiempo. Para mí era necesario saber cómo estaba a diario y que ella se sintiera cuidada y mimada y ofrecerle un espacio donde llorar si lo necesitaba. Sufrió mucho la pérdida. Marga trabaja en casa hace demasiados años como para que yo no la sienta tan fecunda en mi afecto. Siempre estuvo desde que tengo uso de razón. Ella me decía que por momentos se resignaba y aceptaba las cosas como eran, pero en otras ocasiones casi no podía respirar de la angustia, no podía tolerar sentir el vacío que sentía. Decía que cuando había perdido a su padre en el accidente del cual su madre había sobrevivido, por lo menos la tenía a ella, pero que ahora que ella se había ido ya no tenía a ninguno de los dos. Escucharla me conmueve hasta las lágrimas pero trato de no llorar para que ella sí pueda hacerlo. Después la voy a llamar para saber cómo está.
Vuelvo a la cocina con Virginia cuando le toca otra vez su mate. Las dos coincididos en que las cocinas de las casas tienen algo en particular. Yo siempre dije que las cocinas son lugar de encuentro, son espacios cálidos donde uno se sienta a tomar mate y a compartir mientras quizás abre la heladera y saca lo primero que encuentra. Las cocinas son un lugar especial en las casas. Agarro un poco de la papa que Virginia secó al horno para hacer una tortilla. Son papas que sobraron de la comida de fin año, comida que tenemos para el domingo inclusive. En casa se llaman Torres de Chenoa, que sería el reverso de los restos de anoche. Es un menú muy habitual en mi casa en la época de las fiestas dado que mi papá tiene deficiencias de cálculo. Pero a mí me encanta comer las torres. Es parte del folclore de nuestras fiestas 

Lo grave



Son las ocho de la noche. Tomo té y fumo. San Telmo de noche me da ganas de habitarlo, pero solo de noche, después sale el sol y se me pasa. Habito san Telmo de noche y nada me habita. Hace meses siento una fuga. Espero a Silvina, socia y amiga, reunión de trabajo: trabajo no redituable, valga aclarar. Eso que llamamos pasión. Eso que amamos u odiamos, valga a aclarar. Sigo tomando te y fumo. Por suerte pasó la ola polar. Ya no tanto frío, ya no tantas muertes, ya no tanta culpa por las noches calentitas. No consigo achicar la letra, quisiera tener la letra más pequeña y no puedo. Si pudiera hacerla más linda tampoco me ofendería. Será por zurda, me pregunto. Me sigo preguntando cuántas cosas serán por zurda. Recuerdo que de chica, frente a la ineficacia para cortar derechito con la tijera, mi mamá me dijo que alegara frente a la maestra ser zurda. Estigmas. Nada grave considerando con lo que otros tienen que vivir. Yo sigo cortando mal, pero ahora simplemente alego falta de ejercicio. San Telmo está lindo. El parque Lezama está lindo. Viviría en San Telmo de noche, pero no en la noche turística, sino en la de barrio.
Hay silencio en la calle. La gente pasa. Algunos miran. El cigarrillo, el termo y yo estamos bien, no nos molestan las miradas. Claro que de a ratos me pregunto por qué nos miraremos así en la calle, pero no me refiero al contacto visual de reconocernos, sino al de registrarnos, mirar como con rayos x, como en una radiografía. Pasan los minutos, conozco la impuntualidad de Silvina, tampoco es grave, es elegante. Mientras pasan esos minutos y reflexiono sobre impuntualidades elegantes, me voy cuenta de que hay cosas en las que no estoy queriendo pensar. Claramente hay que me dice que no sería prudente encontrarme meditando sobre todas las cosas que vienen perdiendo sentido en mi vida. No quiero sonar fatalista, no es grave, pero no es prudente pensar en eso ahora, no en medio de San Telmo de noche entre mi cigarrillo y el té y el frío que ya no hace. Hoy por hoy prefiero aferrarme a determinadas ignorancias. Eso es lo verdaderamente grave.

Difniciones y dificultades



La copa rota en el baño y el lápiz en la cocina, volví al diccionario a buscar una definición de crisis que me alentara. Me encontré mutación importante, si pudiera decirme en qué voy a mutar sería curioso, dejaría de ser un diccionario para ser algo que me de da miedo. La copa está en el baño y está rota, pero junté los pedazos y los apilé en  un borde de la bacha. No hay mucho borde, pero encontré un rinconcito. Vuelvo al diccionario porque ya no me aguanto esta ansiedad y quiero saber si después de esclarecerme que estoy mutando me tira otra punta. Miro alrededor y veo que estoy a oscuras salvo por este velador que tengo en el escritorio. No le temo a la oscuridad, pero no la frecuento, salvo cuando estoy cara con el sueño en los momentos previos a que me gane la batalla. Ahora estoy cansada, este estado gripal llegó en el momento justo para adjudicarse todas las justificaciones de mi desgana. Qué día de mierda. Fue todo difícil, lo fácil, lo sencillo, lo que se hace sin pensar en nada en particular. Difícil. Todo.

Receso



En esta posición no me duele la panza. No sé hace cuánto estoy así y  no me duele, pero esta posición boca arriba me favorece. Será que la papa con pan que comí hace un rato me cayó mal. Será que el sillón este es bien cómodo. Tengo que dar vuelta la página del libro, tengo miedo de desacomodarme y que regrese ese dolor que me viene acompañando hace una cantidad de semanas que dejé de contar.  Quisiera estar toda la vida así, sin moverme y que no vuelva el dolor de panza. Es un dolor agudo, constante, en toda la panza, que no es el estómago ni la zona uterina. Es la panza, la del medio. Se hincha, se pone dura. Lo sufro más de lo que digo que lo hago.  Di vuelta la página y sigo bien. No es lindo sentir dolor de panza, menos para alguien que en general no siente dolores, que no está acostumbrada, a Dios gracias y toco madera, a los dolores físicos. Me reconozco muy tolerante al dolor físico. Ahí viene mi hermana, se va a sentar en el sillón y tengo miedo de que… ay… ya se sentó, no me duele, está todo bien. Me habla un rato, se levanta y yo sufro, pero el dolor no volvió. Quiero quedarme toda la vida así, no quiero retorcerme más. Típicamente quiero acordarme de cómo era antes de que aparecieran los dolores y no puedo. Parece como si hace 25 años yo fuera con dolor de panza

Empezar el año con decoro



Cuento las palabras que dije desde que llegué, bueno tampoco es que llegué hace tanto. Me gusta el silencio. Al menos creo que no hablo cuando no tengo algo interesante para decir, algo que valga la pena ser escuchado. La verdad es que no tengo material de ese para decir y como voy a quedarme quince días acá, más vale que dosifique los flujos de información.
Llegué ayer a la noche. Desde entonces me noto silenciosamente contenta. Todavía adaptándome a estar de vacaciones familiares después de unos años. Creo que ellos están contentos de tenerme acá, mis viejos. Están cariñosos, pero recuerdan que les da a alegría que haya venido, mi mamá sobre todo. Me da besos y me pide que le de besos. Yo le digo que no sea pesada, medio en chiste, que ya tengo veinticinco años y que me deje en paz. Ella se ríe. Yo, también, pero ya tengo veinticinco años.
Hoy amanecí a las ocho, desde ayer me duele la panza. En realidad, me duele la panza desde hace dos meses sistemáticamente después de comer. Florencio, el médico familiar, me mandó a hacer unos análisis de sangre que todavía no me hice (tengo como propósito para el año que comienza mañana cuidarme más el cuerpo, atenderlo y escucharlo algo que no es tarea fácil para alguien que se ha concebido durante mucho tiempo sólo espíritomental) porque ando con dolores recurrentes de panza y algunas otras cuestiones que por decoro no mencionaré pero se asocian a los dolores de panza, quien le  dedique dos minutos entenderá por qué no voy a adentrarme en esos detalles. Tomé unos amargos –entiendo que no son lo mejor para el cuadro que presento- y me senté a terminar uno de los cuentos del primer tomo de los cuentos completos de Cortázar que retomé ayer. Ahora pienso que debería haberme traído los otros dos libros que le dan sentido a la parte de completos. Temo quedar con nostalgia de Julio después de que termine con este volumen, si bien traje otras cosas para leer. Algunos libros de literatura, ensayos y otros de consulta sobre música de cine, imagen y música, etc. Tomé sol durante hora y media. La única manera de que eso sucediera es que fueran las ocho y media de la mañana. No se puede estar expuesto al sol después de las diez. Está demasiado fuerte y dañino. Los médicos dicen que los protectores solares denominados bloqueadores ya no son tales. Yo no por las dudas me cuido, a ver si además de los problemas intestinales no puedo ni sentarme. Qué gracioso. Estoy cada día más ocurrente. A veces me río de las cosas que pienso. Creo que son realmente graciosas para mis adentros pero todavía no me animo a decir algunas en voz alta. Temo que no sea tan graciosas como para mis adentros y ofender a alguien o quedar como una estúpida. Todavía tengo decoro, no recuerdo haber hablado con detalle de mis problemas intestinales. Luego de haber hecho un trabajo riguroso venciendo el instinto de preservación de la temperatura logré tirarme de cabeza a la pileta y hacer varios largos. Me propuse nadar todos los días un poco porque me hace bien, en realidad nunca lo hice, pero dicen que hace bien entonces no hay razón para pensar que a mí no me haría bien. Después de ese ritual natatorio decidí sentarme a escribir un poco.
Fue un año muy largo, de mucho trabajo. Hice tantas cosas, tan distintas, pero nada dejó de tener relación con la música y hoy en día eso es mucho. Vivir de aquello que le da sentido a la propia vida es un lujo que no muchos se pueden dar en los tiempos que corren. Podría decir que son unas merecidas vacaciones. Flori dice que me justifico mucho por disfrutar. Que si estoy disfrutando de algo tengo que remarcar que lo tengo merecido por tanto trabajo  o por tal cosa. Tiene razón. Para mí el placer es algo casi pecaminoso que debe venir solamente luego de un gran esfuerzo, digamos, como recompensa. Estoy atestada de culpa y deber ser. Pero Flori me hace reír cuando me dice esas cosas. Siempre me hace reír porque tiene una manera muy graciosa de decir las cosas. Se ríe de mí pero lo mejor de todo es que hasta yo me río de mí. No me tomo tan en serio ahora, salvo cuando sí tengo que hacerlo y las cosas toman una dimensión muy importante y me extraño de que el hecho de que Estados Unidos tenga presidente afro americano sea más trascendente que mis asuntos existenciales. Qué gracioso eso. Hoy me levanté ocurrente. Me imagino cómo sería despertar por la mañana y ver en la tapa del diario que tengo conflictos existencias, que el espacio de terapia me hace bien, que voy creciendo conforme a como esperaba ser hace uno años. Qué gracioso sería… no tanto…. para nada. 

A un año de la partida



Salimos con todo lo más parecido a la nada. La incertidumbre de lo venidero y novedoso, la expectativa de lo que sería todo lo que no imaginamos que fue. Apenas pudimos expresarlos en meras palabras, jamás cercanas a lo que experimentamos con los sentidos, todos ellos sin excepción. Apenas pude ponerle algunos acordes a las sensaciones, la mitad ha quedado inconcluso, pero lo nuevo tiene su rasgo. Nada fue igual, ya nada fue siquiera parecido a lo anterior. No la manera de vincularse, no la manera de experimentarse, no la manera de compartirse, no la manera de saber lo que sí y lo que no. Nada fue igual.
Sí siguió siendo igual o mayor la necesidad de buscar la vida, rastrearle el paso por donde fuera, conocerla en los rincones inexplorados, que nos descubriera en las predecibles guaridas, aún todavía eficientes pero cada vez menos, las reversiones de la necesidad, el límite vestido de palabra, al menos saliendo, buscando camino como un río hacia la confluencia de la pluralidad, donde se es con otros, distintos a unos pero tan ciertos como uno, tan verdaderos como sus propias manos que nos toman y que no son nuestras manos.
 A un año de partir de  casa. Sólo un año, ya un año. Qué relativo es el paso del tiempo a  la luz de la experiencia, a la luz de quien respira la vida, su perfume y su hedor, sea como sea. Sucedió tanto en tan sólo trescientos sesenta y cinco días más uno de yapa por bisiesto, para algunos, tan innecesario, de más. Mejor habría sido que no fuera, que las seis horas que se almacenan silenciosa y pacientemente durante cuatro años se hubieran esfumado en una dimensión desconocida, pero no sucedió. Para quienes lo padecieron cada una de esas veinticuatro horas extras se hicieron sentir. Para otros no, fue un día más, el comentario de tener que esperar otros cuatro años para tener un veintinueve y un plato menos de ñoquis en el año y unas cosas más.
Dije más de lo que pensé que diría, sentir el sudor de lo inevitable, palpé las inseguridades del afecto, entregué el poder de mando aunque jamás se entregue el poder de mando, aunque nunca debiera dejar de ser  uno quien toma las decisiones libre de pujas y presiones externas, ausente en su fueron interno, haciendo ejercicio de libertad. Me encontré encerrada donde me juré jamás estar, pero nadie está exento de nada, ni siquiera de aquello que jamás elegiría o cree que no elegiría. Porque todo se elije, tarde o temprano tomamos la decisión de depositarnos en un lugar con palabras o acciones, con idas y venidas o con negarse a ir o volver. Tarde o temprano habitamos lo inhabitable, palpitamos los segundos de lo ajeno, de aquello donde no nos reconocemos y no permitimos asumirnos en el lugar odiado que es ser la víctima de las propias indecisiones.
Pensar que sólo fueron cuarenta y cinco días, el tiempo suficiente para hacer zoom out, alejarse de lo circundante para ver con perspectiva cómo lo circundante fagocita, cómo es un tren sin paradas que sigue y sigue aunque uno se quiera bajar, aunque uno se de cuenta que está queriendo bajar sin darse cuenta. Perspectiva, palabra importante si las hay, oficialmente necesaria para sobrevivir a la jungla que hemos dado en llamar vida. 

Despedida



La noche anterior lloré mucho. Temía irme por Mamina que había estado internada durante cuatro meses en una terapia intensiva aunque muy bien atendida presa de una pancreatitis aguda, la habíamos llorado de muerte. Los médicos no creían que fuera a superar la semana. Al mes y medio entendieron que sus bélicos ochenta y ocho cumplidos conectada a un respirador iban a dar batalla así fuera para terminar de demostrarnos que la vida se pelea hasta el final. Pasamos mucho tiempo en la sala de espera de aquel Sanatorio Otamendi ubicado en la calle Azcuénaga. Nunca éramos menos de seis. Nuestras vidas se habían detenido, accidente era que tuviéramos que seguir trabajando mientras ella moría, ella que era eterna e inmortal como toda abuela presente y esencial en la vida de alguien. Yo me escapaba de mi estudio a cada momento que podía para tan sólo verla, tomarle la mano, hablarle algunas palabras o sentarme a leer a su lado. Ser presencia era lo principal. Su obstinación, porque nadie iba a decirle cuándo irse si ella no quería irse, y todo el amor de hijos, nueras, nietos y allegados tuvieron que tener algo que ver con que saliera adelante y fuera a parar a su casa con internación domiciliaria rodeada de amorosas enfermeras, convirtiéndose en el ser más querible, renovado y vuelto a la vida jamás. Un ave fénix. Temía que después de estar recluida y agonizante durante tanto tiempo muriera durmiendo tranquila por la noche en mi ausencia a miles de kilómetros de distancia de la oportunidad de abrazarla. Había llorado la noche anterior y volví a llorar al entrar a su habitación para despedirme por un tiempito aunque prometí que la llamaría desde donde estuviera una vez por semana. Lo hacía más por mí que por ella. Cuando la llamaba me decía, con esa disfonía crónica que había heredado de la intubación, acá estamos todos muy bien, como si ella hubiera tenido todo bajo control, manejase la información de la situación general y no fuera ella misma de quien todos estábamos pendiente. Al principio intenté contenerme. Le conté que había llegado el día de irme, porque hacía tiempo venía contándole para prepararla y prepararme, ante la inminente separación. Después de todo cuarenta y cinco días era bastante tiempo. Cuándo me preguntó por qué lloraba y ya no pude contenerme le dije que era porque la iba a extrañar y me costaba dejarla. Las ocho palabras más hermosas y maravillosas que nunca había oído salieron de su boca para depositarse en la confianza de la promesa de esperar mi regreso: “pero esta no es una despedida de muerte”. Bastó que me dijera esas ocho palabras sanadoras, palabras que ella quizás no supo lo que significaban en mí o bien lo supo con total certeza.

Té con dos de azúcar a las cinco en punto

Yo toqué su puerta. La fui buscar yo. Yo toqué su puerta e intenté superar los primeros segundos en los que seguramente se plantearía cerrármela en la cara con una sonrisa de oreja a oreja, mirándome como cara de no tenemos nada de qué hablar y estos mismo segundos que intentaste que no te cerrara la puerta en la cara fueron completamente vanos. Por favor, no cierre, creo que tenemos que hablar. Y su sonrisa inmutable permitió un leve movimiento de labios que dejó escapar un de qué. Me parece que tenemos que sentarnos a conversar un poquito sobre nosotras, pero tranquilas, sin exabruptos, como amigas. Está bien, dijo, si le parece muy necesario mañana la espero a tomar un té con dos cucharadas de azúcar a las cinco en punto y sólo cuando cerró la puerta sentí la espalda sudada y una taquicardia muy poco habitual en mí en situaciones ordinarias, pero absolutamente coherente con esa solicitud de encuentro con la gendarme de la habitación del fondo.
Esta imbécil y sus dos cucharadas de azúcar y su vida cronometrada y que encima de todo determinaba la mía bajo sus órdenes y yo, como una estúpida para variar, me dejaba. Sabía que seguir insultando era completamente inútil, pero esperaba que cada una de mis palabras le diera una puntada en alguna parte hipersensible del cuerpo y se retorciera y aprendiera a no ser jodida con la gente, menos con la persona en cuya casa se había instalado sin ningún tipo de aviso previo o consulta. Igual, culpa mía. El día que llegué y noté que las cosas tenían un orden demasiado próximo a la obsesión y comencé a sentir ese fuerte dolor de cabeza y cuando quise entrar al cuarto de fondo, no pude porque estaba cerrado desde adentro y pensé que seguramente yo la había cerrado desde adentro y no hice nada, ahí dicté mi suerte. Ese fue el perro momento en el cual yo me hice chiquita en un rincón y dejé que la gendarme comenzara adueñarse de los espacios, a opinar sobre cosas absolutamente impensables porque qué podía saber esa mujer que se encerraba en el cuarto a clasificar, categorizar, numerar y ordenar sobre música, armonía, composición, literatura, sentimientos, palabras expresivas, colores, formas anatómicas y moldeables,  olvidos y duelos, horas de sueño, clases de instrumento, diseño gráfico, fabricación de discos y tantas otras cosas sobre las que emitía opinión sin conocimientos,  preámbulos ni prejuicios ¿Pero a  quién se le ocurriría hacerle caso a una mujer tan demente y poco calificada en las materias? A mí. Solamente a mí. Solamente yo hacía una cosa así. Es que ella llevaba el uniforme tan pulcramente conservado y yo andaba siempre con mis jeans y zapatillas y la guitarra; ella con los horarios bajo orden sideral y yo corriendo de un lado a otro, llegando o yéndome; ella con su prolija economía personal aunque sólo tuviera que contemplar gastos para el cuarto del fondo del que dejé de ocuparme automáticamente cuando se lo apoderó y yo en tiempos de contar monedas para el colectivo, además de porque en la ciudad las monedas escasean, porque andaba enfrentando muchos gastos de producción pero por suerte ya había dejado atrás la compra compulsiva de libros porque ahí sí que este ser uniformado e itinerante me habría mirado bien mal. Yo sé que cuando vengo parezco un caos, pero en el fondo no lo soy y más en el fondo sí, pero ese caos tiene que ver con otras cosas, por ejemplo las que esta gendarme tenía cerradas bajo llave en el cuarto del fondo. 
En resumidas cuentas no era fácil convivir con ella. Para mí, no para ella. Porque el que pisotea siempre está más cómodo que el pisoteado y yo conozco solamente este segundo lugar y juro que vivir con una suela machucándote la cara no es lindo y mucho menos, cómodo. Tocar la guitarra se vuelve casi imposible, cuesta leer, dormir se torna tedioso, además de las contracturas cervicales non profit. Su estúpido té con dos cucharadas de azúcar… ah, porque tenía esas cosas también, las cosas tenían que ser a su manera, tenía que tener siempre la razón y cada vez que hablaba lo hacía con tanta seguridad que yo creía que era socia vitalicia del club de la verdad y qué hace uno cuando se encuentra con un socio vitalicio, lo respeta, se da cuenta que detrás de ese título adquirido hay mucho tiempo e historia y tarde de jugar a las bochas y… yo le daba la razón en todo y si no, a veces me daba un rapto de amor propio y me regalaba el beneficio de la duda, pero jamás desechaba su opinión de buenas a primeras.
Llegó un momento en el que estuve casi decidida a rociarle la puerta con algún elemento combustible para hacerla salir del cuarto del fondo y comunicarle de manea pacífica, porque realmente no conozco otra forma, que ya no era bienvenida a quedarse viviendo ahí. Entonces fue que Margarita comenzó a hablarme un poco preocupada haciéndome notar que realmente la presencia de este ser en casa no era inocua, más bien dañina y estaba generando algunas cosas un tanto inusuales en mi comportamiento. La innovadora manera[1] en la que ella me proponía resolver este pequeño[2] conflicto tenía que ver con una actitud completamente ignífuga y hasta, podría llamarse, amigable: tocarle la puerta a la señorita y proponerle afecto. Porque sin duda esta necesidad tan militar de que todo fuera perfecto tenía que deberse a una experiencia anterior a mí. Debo admitir que al principio no encontraba forma a este pensamiento, pero como jamás desecho tampoco de buenas a primeras las ideas de Margarita, y es que ella me hace todo el bien contrario al ser nefasto condecorada por la asociación civil de imbéciles con uniforme que piensan que tienen la verdad bajo el brazo y la llevan flameando de aquí para allá, pero después de pensar un poco de noche antes de apagar la luz tenue de mi escritorio concluí en que la idea no era tan descabellada y que de hecho era factible que yo tomara coraje, tocara su puerta y le dijera que me hace mal. Que me cuesta mucho tomar decisiones sintiendo que ante cualquier posible error por más pequeño que sea me va a saltar encima y me va clavar los colmillos en la yugular o para no ser tan dramática me va a agarrar de la nuca con su mano izquierda porque es zurda  y me va a zarandear gritando que no hice las cosas bien. Que es totalmente contrario a la naturaleza que nos fue dada hacer todo y todo bien. Primero que nada porque no podemos hacerlo todo y esa una cuestión lógica de fuerza, tiempo (principal recurso escaso en los tiempos contemporáneos) y capacidad mental. Y en cuanto a hacer las cosas bien, no creo que tenga que saber hacer todo bien en un primer intento o si no para qué carajo existe la experiencia. Que no es fácil estar sentada tarareando una melodía obtenida honradamente con esfuerzo e interioridad para que una voz desde el fondo se despache con un ya la escuché, que no es fácil tener que cargar muchos libros en una mochila porque debería poder abordar un poco de cada uno en algún momento libre del día, quizás mientras viajo en un colectivo o subte atestado de gente en los cuales me miran mal por el simple hecho de llevar guitarra, elemento que ocupa el lugar que podría ocupar otra persona, o mientras estoy haciendo la cola para pagar las cuentas del estudio en un pago fácil. Que nada de esto es fácil, y que no es fácil vivir con ella que hace de todo lo hermoso que más me mueve y conmueve, difícil y un padecimiento.  Pero que la entiendo también, o no, pero me imagino que en su pasado no debe haber experimentado que alguien le dijera que se puede cometer errores, que la fortuna no es el éxito, que lo que no brilla ante los ojos de los demás no significa que no sea valioso y brillante en sí mismo, que las canciones son extensiones de los más enraizado en uno y por eso hay que darles tiempo y espacio para poder escabullirse a la luz, que los poemas son una puerta de salida al patio del fondo y a veces uno no quiere ir al patio del fondo y quiere quedarse adentro y no necesita que nadie esté encima diciéndole que debería salir al patio, que…
Está bueno esto que estás escribiendo, me dijo escondiendo en su tono un poco de fragilidad mezclada con alivio. Tiene un par de errores gramaticales y sintácticos… e hizo un notable silencio para volver a tomar aire, pero me parece que no es nada grave por el espíritu del relato. Lo dejó en la mesa y cerró detrás suyo la puerta del cuarto del fondo, con mucha suavidad.




[1] No me canso de decirle que es muy inteligente. Siempre tiene ideas brillantes en medio de la noche y es realmente placentero ser receptora de las mismas en el preciso momento en que sucede la iluminación.
[2] Decidí calificar este acontecer como pequeño porque considero que al lado de las guerras mundiales y desastres naturales como podría ser un sismo, un gendarme en el cuarto del fondo no es una catástrofe y no altera el curso de desarrollo de una nación.

La ventana



Ese cuadrado cortado en plena calle Talcahuano pasó de espacio amoroso a maldición. Creo que Romeo fue el único que tuvo suerte con las ventanas, bueno tampoco es que tuvo tanta suerte. Digamos que la tuya era la maldita ventana entre todas las ventanas. Pero mientras fue lo que fue me alcanzaba con ver la luz prendida o al menos el reflejo de la pantalla del televisor en el techo porque desde la vereda se ve el techo. Con qué poco se conforma una a veces, si eso sirviera para vivir bien.
Yo sé que vos tenías tus horarios para pararte a respirar aire de primer piso que bien sabemos que es distinto a cualquier otro aire. Si yo pasaba en ese instante caminando por la vereda de enfrente, mejor. Pero nunca sucedía. Ah, nuestros desencuentros horarios..
Cuántas cuadras de más, destinos forzados y aterrizajes forzosos, recorridos insólitos y tiempo de retraso atravesé para tentar a la suerte. Esa suerte de mierda que tiene la voluntad inviolable y comprado el azar. Cuando estaba permitido, pocas veces, te enviaba alguna señal para provocar el asomo, pero qué épocas imbéciles. Y ahí estoy otra vez haciendo un recorrido chino para devolverme a la cuadra de siempre...
Me detenía un par de metros desalineada a la ventana iluminada que acusaba presencia y comenzaba lenta, cuidadosa y prolijamente a atarme los cordones de la zapatilla izquierda y qué bueno que había aprendido a hacerlo sin mirar porque tenía que vigilar tu ventana. No entendía si había terminado muy rápido o qué pero los cordones ya estaban atados. Entonces seguía con la zapatilla derecha y como para no sentirme muy estúpida haciendo la mímica, los desataba y los volvía a atar. Como nada sucedía y el semáforo de la esquina ya había cambiado su color y al florista de la otra esquina no le habían comprado nada y los pibes que habían ido al quiosco volvían con sus bolsas y yo tenía un problema con la administración del tiempo, retomaba el primer cordón. Si hubiera hecho falta mencionarlo, patético.
Escuchaba un ruido y comenzaba a emocionarme pero no podía acusarme ya que debía ser una persona atándose el cordón en la vereda como cualquier otra. Pero todo era en vano porque no tenía nada que ver con vos ni con tu cubículo ni con nada de nada. Entonces seguía mi camino y pensaba que qué bueno que no te había visto porque entonces habría sido un gran error. Un perfecto error. Perfecto por ser de principio a fin, en su totalidad, un fatal error. Otras veces me encontraba adentrándome en tu cuadra y tus postigos cerrados me hacían un guiño de ojo. No estabas. Fantástico. Podía ir y venir a mi gusto y todo estaría bien. No aparecerías ni harías del momento un espectáculo imperdible, ni me harías reír con alguna ocurrencia, ni me pasarías un papelito dibujado por debajo de la mesa con una puerta abierta.

Viernes de invierno en el Conventillo



    Escribo en movimiento. El camino es oscuro, pero recto. Hay canciones que ya no escuchar. Las melodías describen otro tiempo. Inviernos en el conventillo esperando los viernes y el encuentro mentirosamente casual. La incertidumbre en la correspondencia y la inestabilidad...
Me dejaste clavada en algún lugar de la ciudad, todavía no sé bien dónde, quizás en Córdoba y Libertad, de noche. No preguntes por qué ahora, seguro ahora te destierro y sabés que la expulsión no tiene vuelta atrás. No te ando queriendo por acá y eso que te quise en muchos lugares. Ya no más. Y ahora espero solamente un colectivo y qué bueno que a mí me esperan. Yo a vos ya no te espero hace bastante. La vida está llena de esperas y desesperas.
Me olvidé lo que era postergarse. Y eso que vos me postergaste mucho durante mucho tiempo y por muchas cosas. Llegué a sentir que era lo menos, menos, menos importante. Hay que llegar a sentirse así. Claro que dejé de llorar hace rato y de secarme las lágrimas con las cortinas porque ya no tenía sentido. Ese mismo día en Moliere, no el escritor, el café, cuando te dije firmemente  mientras repartía la mirada entre mi plato y tus ojos que esto se había acabado pero vos ya lo sabías porque no era para menos. Ese mismo día vos te fuiste llorando y yo con un apostólico cuidate te dejé arrastrar el fracaso que venías rumiando. No te culpo, pero no te espero.
Esas noches de invierno parecen ahora y por  las dudas cierro la ventana para que no se filtre el frío. Ahí me veo saliendo del conventillo, ese lugar tan mágico, un petit Paris. Pasando esa puerta se vivía en Mon martre a principios del siglo XX y se era amigo de Toulouse Lautrec y se creía en la libertad, la belleza, la verdad y el amor. Cuando salías a la calle y te volvías a encontrar con los cartoneros y la aspereza de sus vidas se iba todo a la mierda. La libertad, la belleza, la verdad, el amor, Toulouse Lautrec, Mon martre y el siglo XX. Todo a la mierda.
Ahí me veo saliendo por supuesto con mi tapado gris de invierno, quizás la guitarra pero dependía del día. Y de repente un llamado por casualidad a la misma hora que el viernes anterior y una invitación a cenar camuflada en un discurso desganado porque tuve un día largo. Yo aceptaba, claro.  La cena no era gran cosa porque quedaba opacada por nuestras ganas de vernos y contarnos y evitarnos y ocultarnos. Leíamos un poco de poesía, bah, yo te leía y vos mirabas con descreimiento pero en total entrega. Y te gustaba, yo podía darme cuenta. Te gustaba cómo pronunciaba cada palabra porque mirabas mi boca, te veía hacerlo cuando levantaba la vista entre verso y verso, con algo parecido a la fascinación. Cuánto disfrutaba aunque fuera un poco masoquista porque no iba a revelarte lo que sacudías adentro mío, no podía. Habría sido una violación a mi pudor, un exceso de sinceridad o correctamente dicho, un sincericidio.
Entonces esperé y fui midiendo, si es que esa es la palabra correcta, tus reacciones que se iban haciendo más elocuentes pero no quería creerlo. Me costaba creer que me quisieras. Será porque te dispersás rápido, pero sufrías un cataclismo cuando no me asomaba en unos días por tu semana y tu ventana. Igual, la ventana es un capítulo aparte.

Estoy queriendo decirle que no sufra

Yo quiero decirle que no sufra, que su belleza prescindente de adornos y colores es sublime y violenta y es suficiente, su belleza es en realidad casi feroz, que sus ojos podrían atravesar y agujerear cualquier cosa que mirara si tan solo quisiera andar dejando marcas por donde sea que pasa. Que esa primera vez que nos vimos, las primeras veces, más de las que ahora quisiera recordar, nunca imaginé realmente ver a través suyo si es que ahora pudiera estar haciéndolo, que los malentendidos son innecesarios y necesarios a la vez, conectarnos y alejarme por improcedente y volver a retomar la senda y no saber cómo acortar las distancias es también estar queriendo. Siempre estoy queriendo pertenecer a algún lado que me de orilla donde encallar, algo que me haga sentir en mí, aunque sea muchas veces fuera de mí donde busque. Ahora quisiera que fuera su orilla (y quizás ni siquiera he zarpado de la mía para emprender el viaje), quisiera que fuera su orilla donde poder encallar. Quisiera no estar queriéndolo porque intuyo la maldita derrota antes del bendito intento que nos salva la vida de la desesperación, que nos infunde el respeto hacia nosotros y quienes intentamos enamorar.
Yo quiero decirle que no sufra, veo sus imágenes estáticas con guitarra, sin guitarra, con sonrisa en re, en sol, en fa y ojalá en mí. Veo su desangrar pero cómo decírselo sin revelarme pendiente, entonces alguna notita codificando el deseo de acercarme en admiración. Un comunicado de imprescindencia, no de palabras sino de todo esto que no se define en categorías ni en nada que conozca o haya mencionado algún Kant de turno. Yo quiero decirle que no sufra y quiero poder decirle que estoy queriendo decirle que no sufra. Todo se me hace tan difícil aunque no debiera porque parecemos manejar un mismo idioma, algo así como una simbología que lejos de ser abstracta se hace compleja en lo más concreto y fácil que son-las-le-tras-que-ha-cen-pa-la-bras.
Estoy entramada en sus melodías, pobre presa que se sabe seducida por el destiempo, por quien se acusa inútil frente a las agujas y calendarios y nunca llega a tiempo a decir acá estoy. Esa imposibilidad del acorde tríada, y no, no me molesta... peor que eso. Es tan peor como saber que ninguna de esas palabras dignas de esplendorosa sencillez son para quien con desdibujada dignidad perdió todos los números de la arrogancia y barre los pedazos de desengaño aprendido y... sólo estoy queriendo decirle que no sufra. O me lo estoy diciendo a mí.