Té con dos de azúcar a las cinco en punto

Yo toqué su puerta. La fui buscar yo. Yo toqué su puerta e intenté superar los primeros segundos en los que seguramente se plantearía cerrármela en la cara con una sonrisa de oreja a oreja, mirándome como cara de no tenemos nada de qué hablar y estos mismo segundos que intentaste que no te cerrara la puerta en la cara fueron completamente vanos. Por favor, no cierre, creo que tenemos que hablar. Y su sonrisa inmutable permitió un leve movimiento de labios que dejó escapar un de qué. Me parece que tenemos que sentarnos a conversar un poquito sobre nosotras, pero tranquilas, sin exabruptos, como amigas. Está bien, dijo, si le parece muy necesario mañana la espero a tomar un té con dos cucharadas de azúcar a las cinco en punto y sólo cuando cerró la puerta sentí la espalda sudada y una taquicardia muy poco habitual en mí en situaciones ordinarias, pero absolutamente coherente con esa solicitud de encuentro con la gendarme de la habitación del fondo.
Esta imbécil y sus dos cucharadas de azúcar y su vida cronometrada y que encima de todo determinaba la mía bajo sus órdenes y yo, como una estúpida para variar, me dejaba. Sabía que seguir insultando era completamente inútil, pero esperaba que cada una de mis palabras le diera una puntada en alguna parte hipersensible del cuerpo y se retorciera y aprendiera a no ser jodida con la gente, menos con la persona en cuya casa se había instalado sin ningún tipo de aviso previo o consulta. Igual, culpa mía. El día que llegué y noté que las cosas tenían un orden demasiado próximo a la obsesión y comencé a sentir ese fuerte dolor de cabeza y cuando quise entrar al cuarto de fondo, no pude porque estaba cerrado desde adentro y pensé que seguramente yo la había cerrado desde adentro y no hice nada, ahí dicté mi suerte. Ese fue el perro momento en el cual yo me hice chiquita en un rincón y dejé que la gendarme comenzara adueñarse de los espacios, a opinar sobre cosas absolutamente impensables porque qué podía saber esa mujer que se encerraba en el cuarto a clasificar, categorizar, numerar y ordenar sobre música, armonía, composición, literatura, sentimientos, palabras expresivas, colores, formas anatómicas y moldeables,  olvidos y duelos, horas de sueño, clases de instrumento, diseño gráfico, fabricación de discos y tantas otras cosas sobre las que emitía opinión sin conocimientos,  preámbulos ni prejuicios ¿Pero a  quién se le ocurriría hacerle caso a una mujer tan demente y poco calificada en las materias? A mí. Solamente a mí. Solamente yo hacía una cosa así. Es que ella llevaba el uniforme tan pulcramente conservado y yo andaba siempre con mis jeans y zapatillas y la guitarra; ella con los horarios bajo orden sideral y yo corriendo de un lado a otro, llegando o yéndome; ella con su prolija economía personal aunque sólo tuviera que contemplar gastos para el cuarto del fondo del que dejé de ocuparme automáticamente cuando se lo apoderó y yo en tiempos de contar monedas para el colectivo, además de porque en la ciudad las monedas escasean, porque andaba enfrentando muchos gastos de producción pero por suerte ya había dejado atrás la compra compulsiva de libros porque ahí sí que este ser uniformado e itinerante me habría mirado bien mal. Yo sé que cuando vengo parezco un caos, pero en el fondo no lo soy y más en el fondo sí, pero ese caos tiene que ver con otras cosas, por ejemplo las que esta gendarme tenía cerradas bajo llave en el cuarto del fondo. 
En resumidas cuentas no era fácil convivir con ella. Para mí, no para ella. Porque el que pisotea siempre está más cómodo que el pisoteado y yo conozco solamente este segundo lugar y juro que vivir con una suela machucándote la cara no es lindo y mucho menos, cómodo. Tocar la guitarra se vuelve casi imposible, cuesta leer, dormir se torna tedioso, además de las contracturas cervicales non profit. Su estúpido té con dos cucharadas de azúcar… ah, porque tenía esas cosas también, las cosas tenían que ser a su manera, tenía que tener siempre la razón y cada vez que hablaba lo hacía con tanta seguridad que yo creía que era socia vitalicia del club de la verdad y qué hace uno cuando se encuentra con un socio vitalicio, lo respeta, se da cuenta que detrás de ese título adquirido hay mucho tiempo e historia y tarde de jugar a las bochas y… yo le daba la razón en todo y si no, a veces me daba un rapto de amor propio y me regalaba el beneficio de la duda, pero jamás desechaba su opinión de buenas a primeras.
Llegó un momento en el que estuve casi decidida a rociarle la puerta con algún elemento combustible para hacerla salir del cuarto del fondo y comunicarle de manea pacífica, porque realmente no conozco otra forma, que ya no era bienvenida a quedarse viviendo ahí. Entonces fue que Margarita comenzó a hablarme un poco preocupada haciéndome notar que realmente la presencia de este ser en casa no era inocua, más bien dañina y estaba generando algunas cosas un tanto inusuales en mi comportamiento. La innovadora manera[1] en la que ella me proponía resolver este pequeño[2] conflicto tenía que ver con una actitud completamente ignífuga y hasta, podría llamarse, amigable: tocarle la puerta a la señorita y proponerle afecto. Porque sin duda esta necesidad tan militar de que todo fuera perfecto tenía que deberse a una experiencia anterior a mí. Debo admitir que al principio no encontraba forma a este pensamiento, pero como jamás desecho tampoco de buenas a primeras las ideas de Margarita, y es que ella me hace todo el bien contrario al ser nefasto condecorada por la asociación civil de imbéciles con uniforme que piensan que tienen la verdad bajo el brazo y la llevan flameando de aquí para allá, pero después de pensar un poco de noche antes de apagar la luz tenue de mi escritorio concluí en que la idea no era tan descabellada y que de hecho era factible que yo tomara coraje, tocara su puerta y le dijera que me hace mal. Que me cuesta mucho tomar decisiones sintiendo que ante cualquier posible error por más pequeño que sea me va a saltar encima y me va clavar los colmillos en la yugular o para no ser tan dramática me va a agarrar de la nuca con su mano izquierda porque es zurda  y me va a zarandear gritando que no hice las cosas bien. Que es totalmente contrario a la naturaleza que nos fue dada hacer todo y todo bien. Primero que nada porque no podemos hacerlo todo y esa una cuestión lógica de fuerza, tiempo (principal recurso escaso en los tiempos contemporáneos) y capacidad mental. Y en cuanto a hacer las cosas bien, no creo que tenga que saber hacer todo bien en un primer intento o si no para qué carajo existe la experiencia. Que no es fácil estar sentada tarareando una melodía obtenida honradamente con esfuerzo e interioridad para que una voz desde el fondo se despache con un ya la escuché, que no es fácil tener que cargar muchos libros en una mochila porque debería poder abordar un poco de cada uno en algún momento libre del día, quizás mientras viajo en un colectivo o subte atestado de gente en los cuales me miran mal por el simple hecho de llevar guitarra, elemento que ocupa el lugar que podría ocupar otra persona, o mientras estoy haciendo la cola para pagar las cuentas del estudio en un pago fácil. Que nada de esto es fácil, y que no es fácil vivir con ella que hace de todo lo hermoso que más me mueve y conmueve, difícil y un padecimiento.  Pero que la entiendo también, o no, pero me imagino que en su pasado no debe haber experimentado que alguien le dijera que se puede cometer errores, que la fortuna no es el éxito, que lo que no brilla ante los ojos de los demás no significa que no sea valioso y brillante en sí mismo, que las canciones son extensiones de los más enraizado en uno y por eso hay que darles tiempo y espacio para poder escabullirse a la luz, que los poemas son una puerta de salida al patio del fondo y a veces uno no quiere ir al patio del fondo y quiere quedarse adentro y no necesita que nadie esté encima diciéndole que debería salir al patio, que…
Está bueno esto que estás escribiendo, me dijo escondiendo en su tono un poco de fragilidad mezclada con alivio. Tiene un par de errores gramaticales y sintácticos… e hizo un notable silencio para volver a tomar aire, pero me parece que no es nada grave por el espíritu del relato. Lo dejó en la mesa y cerró detrás suyo la puerta del cuarto del fondo, con mucha suavidad.




[1] No me canso de decirle que es muy inteligente. Siempre tiene ideas brillantes en medio de la noche y es realmente placentero ser receptora de las mismas en el preciso momento en que sucede la iluminación.
[2] Decidí calificar este acontecer como pequeño porque considero que al lado de las guerras mundiales y desastres naturales como podría ser un sismo, un gendarme en el cuarto del fondo no es una catástrofe y no altera el curso de desarrollo de una nación.

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