La ventana



Ese cuadrado cortado en plena calle Talcahuano pasó de espacio amoroso a maldición. Creo que Romeo fue el único que tuvo suerte con las ventanas, bueno tampoco es que tuvo tanta suerte. Digamos que la tuya era la maldita ventana entre todas las ventanas. Pero mientras fue lo que fue me alcanzaba con ver la luz prendida o al menos el reflejo de la pantalla del televisor en el techo porque desde la vereda se ve el techo. Con qué poco se conforma una a veces, si eso sirviera para vivir bien.
Yo sé que vos tenías tus horarios para pararte a respirar aire de primer piso que bien sabemos que es distinto a cualquier otro aire. Si yo pasaba en ese instante caminando por la vereda de enfrente, mejor. Pero nunca sucedía. Ah, nuestros desencuentros horarios..
Cuántas cuadras de más, destinos forzados y aterrizajes forzosos, recorridos insólitos y tiempo de retraso atravesé para tentar a la suerte. Esa suerte de mierda que tiene la voluntad inviolable y comprado el azar. Cuando estaba permitido, pocas veces, te enviaba alguna señal para provocar el asomo, pero qué épocas imbéciles. Y ahí estoy otra vez haciendo un recorrido chino para devolverme a la cuadra de siempre...
Me detenía un par de metros desalineada a la ventana iluminada que acusaba presencia y comenzaba lenta, cuidadosa y prolijamente a atarme los cordones de la zapatilla izquierda y qué bueno que había aprendido a hacerlo sin mirar porque tenía que vigilar tu ventana. No entendía si había terminado muy rápido o qué pero los cordones ya estaban atados. Entonces seguía con la zapatilla derecha y como para no sentirme muy estúpida haciendo la mímica, los desataba y los volvía a atar. Como nada sucedía y el semáforo de la esquina ya había cambiado su color y al florista de la otra esquina no le habían comprado nada y los pibes que habían ido al quiosco volvían con sus bolsas y yo tenía un problema con la administración del tiempo, retomaba el primer cordón. Si hubiera hecho falta mencionarlo, patético.
Escuchaba un ruido y comenzaba a emocionarme pero no podía acusarme ya que debía ser una persona atándose el cordón en la vereda como cualquier otra. Pero todo era en vano porque no tenía nada que ver con vos ni con tu cubículo ni con nada de nada. Entonces seguía mi camino y pensaba que qué bueno que no te había visto porque entonces habría sido un gran error. Un perfecto error. Perfecto por ser de principio a fin, en su totalidad, un fatal error. Otras veces me encontraba adentrándome en tu cuadra y tus postigos cerrados me hacían un guiño de ojo. No estabas. Fantástico. Podía ir y venir a mi gusto y todo estaría bien. No aparecerías ni harías del momento un espectáculo imperdible, ni me harías reír con alguna ocurrencia, ni me pasarías un papelito dibujado por debajo de la mesa con una puerta abierta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por su comentario