Despedida



La noche anterior lloré mucho. Temía irme por Mamina que había estado internada durante cuatro meses en una terapia intensiva aunque muy bien atendida presa de una pancreatitis aguda, la habíamos llorado de muerte. Los médicos no creían que fuera a superar la semana. Al mes y medio entendieron que sus bélicos ochenta y ocho cumplidos conectada a un respirador iban a dar batalla así fuera para terminar de demostrarnos que la vida se pelea hasta el final. Pasamos mucho tiempo en la sala de espera de aquel Sanatorio Otamendi ubicado en la calle Azcuénaga. Nunca éramos menos de seis. Nuestras vidas se habían detenido, accidente era que tuviéramos que seguir trabajando mientras ella moría, ella que era eterna e inmortal como toda abuela presente y esencial en la vida de alguien. Yo me escapaba de mi estudio a cada momento que podía para tan sólo verla, tomarle la mano, hablarle algunas palabras o sentarme a leer a su lado. Ser presencia era lo principal. Su obstinación, porque nadie iba a decirle cuándo irse si ella no quería irse, y todo el amor de hijos, nueras, nietos y allegados tuvieron que tener algo que ver con que saliera adelante y fuera a parar a su casa con internación domiciliaria rodeada de amorosas enfermeras, convirtiéndose en el ser más querible, renovado y vuelto a la vida jamás. Un ave fénix. Temía que después de estar recluida y agonizante durante tanto tiempo muriera durmiendo tranquila por la noche en mi ausencia a miles de kilómetros de distancia de la oportunidad de abrazarla. Había llorado la noche anterior y volví a llorar al entrar a su habitación para despedirme por un tiempito aunque prometí que la llamaría desde donde estuviera una vez por semana. Lo hacía más por mí que por ella. Cuando la llamaba me decía, con esa disfonía crónica que había heredado de la intubación, acá estamos todos muy bien, como si ella hubiera tenido todo bajo control, manejase la información de la situación general y no fuera ella misma de quien todos estábamos pendiente. Al principio intenté contenerme. Le conté que había llegado el día de irme, porque hacía tiempo venía contándole para prepararla y prepararme, ante la inminente separación. Después de todo cuarenta y cinco días era bastante tiempo. Cuándo me preguntó por qué lloraba y ya no pude contenerme le dije que era porque la iba a extrañar y me costaba dejarla. Las ocho palabras más hermosas y maravillosas que nunca había oído salieron de su boca para depositarse en la confianza de la promesa de esperar mi regreso: “pero esta no es una despedida de muerte”. Bastó que me dijera esas ocho palabras sanadoras, palabras que ella quizás no supo lo que significaban en mí o bien lo supo con total certeza.

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