Una obra monumental

           Nunca había regresado al taller de pintura de Mamina, ese pequeño cuarto del departamento de Peña y Pueyrredón que sería después el cuarto de la tía Lucha, hasta hoy cuando, caminando por el barrio de los artistas en Puebla, el olor a óleo de los pequeños estudios invadió por completo mi olfato. Volví a tener seis años y el espíritu más inquieto que nunca. Me gustaba entrar al cuarto para encontrarme con el atril y algún bastidor empezado y esa paleta sucia llena de colores que para mí ya era una obra de arte. Detenía mi mirada ante los cuadros colgados en las paredes, en todas las paredes, cubriéndolas por completo, de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda y en sentido contrario también. Había muchos del sagrado corazón de Jesús que tanto me gustaban aunque todavía no conocía tanto ese corazón. Me recuerdo fantasear con pintar alguna vez, con el delantal sucio y las manos comprometidas con el color. Cada vez que volvía al tallercito era un descubrimiento colono. Me sentaba sobre ese cubrecama verde gastado y recorría todos los rincones con mis ojos insuficientes. Fue en otoño, muchos años después, cuando decidí empezar a pintar. Compré unos bastidores, fui a lo de Mamina, que ya vivía en la calle Montevideo al mil setecientos, y le dije: Mamina, quiero pintar. Y ella, que se puso muy contenta, abrió los brazos y haciendo su característico movimiento hacia atrás con la cabeza me dijo: ¡bueno, pintá!, como si yo fuera todavía la nena de seis años. Así fue que me puse un delantal -una camisa negra muy grande de Aerosmith que mi hermana se había comprado en su adolescencia y presa del fanatismo y había quedado relegada en mi placard -no sé por qué todo lo confinado al olvido iba a parar a mi placard- y me paré frente al bastidor a escuchar atentamente a Mamina que con mucha dulzura y alegría me contaba cómo tenía organizada su valija de óleos -otra obra de arte- adónde enjuagar los pinceles, con cuál trapito secarlos, etc. Hasta ahí todo era perfecto, llegué a pensar que -quizás y sólo quizás- ese era el comienzo de una gran carrera pictórica, pero todo dejó de serlo cuando me asomé a la realidad de que yo no sabía dibujar: Mamina, yo no sé dibujar. Escribir sin saber leer, componer sin poder reconocer un acorde perfecto mayor, multiplicar sin saber sumar y entre otras cosas pintar sin poder dibujar: parecía imposible. Pero ella, que siempre me hizo sentir libre quizás porque el amor verdadero nos empapa de libertad y nos abre camino y nunca propone el obstáculo, me dijo: manchá la tela con color y ya irás viendo qué pasa. No se dijo más nada, esperé a que los lagrimales redujeran la cantidad de bastidores frente a mí a uno y me entregué.
          Me pasé toda la mañana pintando. Usé marrón, rojo, amarillo y no creo que hubiera podido siquiera regalar el producto final por no poner a nadie en el compromiso de aceptarlo. Lo nombré El sagrado corazón de Jesús en la post-modernidad. Sagrado corazón porque lo había aprendido y lo aprendido siempre es más fuerte que lo establecido y, además, sí se parecía a un corazón. La parte de la "post-modernidad" fue la única manera en la que pensé que mi obra podía ser eventualmente legitimada por el universo esnobista de mamarrachos -aunque ya había perdido toda esperanza en que ese fuera el comienzo de una carrera promisoria- y atribuida a mis veintitrés años y no a mis añorados seis. Mamina estaba absolutamente orgullosa de la obra monumental que acababa de pintar y no entendía como no estaba ya colgada en el Museo Nacional de Bellas Artes. Yo, en cambio, sabía que el cuadro más preciado de la historia tenía como título "Sonrisa eterna en una mañana soleada de otoño" y ella era la única dueña de su propiedad intelectual.

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