Un pedazo de pan


             Es que en casa no compraban pan. El pan era un bien reservado para ocasiones especiales y yo me acostumbré a no comerlo salvo en ellas y creo que la razón de todo esto era porque el pan engordaba según mi mamá. Recuerdo que al regreso del jardín, ya fuera en el auto con Alberto o en el ciento dos con Loli, yo experimentaba una de las alegrías más memorables de mis escasos cuatro años de lo cual hice el primer ritual de mi vida. Vivíamos por entonces en Montevideo al mil setecientos, en el legendario cuarto piso y Héctor, el encargado del edificio, junto a su mujer llamada Mari en la planta baja en un departamento al cual nunca entré pero del cual recuerdo con exactitud su olor, un olor a calor de hogar. Mi extenuante horario de jardín era de nueve a doce treinta y aunque nos daban galletitas con jugo en uno de los dos recreos que teníamos,  yo llegaba a almorzar a mi casa con mucha
 hambre. Yo era en esa época un personajito un poco caricaturesco, con una cabeza llena de rulos, bucles que se entrelazaban en todas direcciones, una sonrisa muy pícara y soñadora y un delantal a cuadraditos verde y blanco acompañado de unos zapatos marrones, y si mal no recuerdo, ortopédicos. Lo cierto era que al volver del jardín y después de saludar a Héctor en la puerta, porque a esa hora el estaba casi siempre parado en la puerta o hablando con Minguito, el encargado del edificio de al lado, yo me encaminaba sin dudar hacia la puerta de Mari. Me animaría a decir que el orden de los eventos casi nunca sucedía de otra manera que la siguiente: tocaba la puerta, Mari abría y mirando hacia abajo y sonriéndome me saludaba, mis palabras siguientes eran: Hola Mari, ¿me das un pedazo de pan? Y ella decía pero claro, Morenita, y sacaba un pedazo de pan de una bolsa de supermercado casi siempre blanca Así era cada vez que podía o encontraba a Mari en su casa, a veces me ganaba la ansiedad y en la puerta de calle le preguntaba a Héctor si ella estaba.
Héctor murió de cáncer unos años después, recuerdo ese momento con mucha tristeza. Era un gran tipo según me contaron y se había vuelto familia como todas las personas que trabajan con mis padres durante tanto tiempo y se van haciendo un lugar en el afecto y la memoria. Lo veo desdibujado en mis recuerdos, pero sí tengo presente su contextura grande y una sonrisa fresca y sincera.
Ahora soy yo quien mira y abraza a  Mari de arriba hacia abajo. Después de veinte años, yo crecí y ella mantuvo su estatura de siempre que por lo que veo era baja, pero mi  poco más de medio metro no me permitía percibirlo en su momento. Unos años antes de que Héctor muriera, papá les ofreció encargarse de la quinta en Pacheco y ser los caseros. Así fue que dejaron la conserjería de Montevideo milsietecinconueve de la capital federal y se instalaron en Romero trescincuenta en la provincia de Buenos Aires. Desde entonces Mari es ese recuerdo y es presente. Cada vez que la veo me pregunta por qué voy tan poco, que la tengo abandonada y yo le digo que porque estoy trabajando mucho y a veces me cuesta desconectarme. Hoy me lo volvió a decir. 

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